Capítulo 2
Yo fui la
segunda de los hijos de Enrique y de Charlotte. Los primogénitos fueron los
mielgos Anthony Jesús y Andrés John, de los que Anthony feneció a los pocos
meses de nacido, por la euforia del momento. Después llegarían a la familia
otros de mis hermanos que alcanzaron la edad adulta, “las María y los Jesús”:
Ana María de las Mercedes, Andrea María de los Dolores, a la que preferíamos
llamar Lola; Anselmo Jacob de Jesús, conocido entre nosotros como Nenito; Ágata
María del Carmen y Aurelio Charles de Jesús.
En aquella época era muy común que las familias de origen
humilde fuesen numerosas. También que muchos de los niños nacidos no
sobrevivieran, aquejados de enfermedades tan frecuentes como la difteria, la
disentería, la fiebre amarilla y otras afectaciones, amén de la desnutrición y otros
males. Mi familia, no fue la excepción de la regla. Mis padres solo lograron
ocho hijos.
Aún recuerdo como si hubiese sido ayer cuando nació la
última de mis hermanos. Corría el año 1933, yo tenía doce años en aquel
entonces, la partera había fallecido unos meses antes y mi madre se puso de
parto en un momento muy inesperado para nosotros, porque la bebé se nos
adelantó.
No podíamos arriesgarnos a perder otro miembro de la
familia, y mucho menos a mi madre. Como había ayudado antes a la comadrona a
traer otros bebés a este mundo, me atreví a realizar el alumbramiento de mi
madre, con la ayuda de mi hermana Ana Mercedes, quien era solo un año menor que
yo. Gracias a Dios, todo me salió bien, y así pudo nacer Alicia María de la
Caridad, la octava y último de los vástagos de mis padres.
Luego de terminar, mi madre había quedado recostada en el suelo donde le realizamos el parto, cargando a la recién nacida en sus brazos, cuando mi padre entró para arrodillarse frente a ella para cargar a su pequeña hija, quien no paraba de llorar, quizás famélica y asustada con el nuevo mundo que estaba descubriendo.
-
Henri, you come back
–dijo Charlotte exhausta.
-
Yes. I´m late because
my work was very bad today. –Contesta Enrique.
-
Look your daughter,
babe. –Logró mimar entre sollozos la esposa.
-
Is beautiful like you,
Charlotte. She name is Alicia María de la Caridad –Añade
Enrique-. Atalía, has hecho un gran trabajo. Has traído a tu hermanita al
mundo. Estoy muy orgulloso de ti, mi hija.
Nunca olvidaré tampoco esa primera vez en que mi padre
reconoció sentirse orgulloso de mí.
Sé que mi madre no pudo entender lo que él me había dicho.
Ella, una negra jamaicana, que vivía desde hacía quince años en Cuba, estaba
enclaustrada en sus hábitos, y en el empleo de la palabra que se expresa
articulado, nunca aprendió a hablar el idioma español. Cada vez que lo
intentaba tenía dificultades idiomáticas, y por complejos prefirió no hablarlo
nunca. Por eso nos enseñó el inglés, e ignoró hasta su muerte el castellano.
A mi padre lo tenía como si fuese un héroe mítico, era mi
dios terrenal. Hoy pienso en él, y no puedo eludir una leve sonrisa que se me
escapa de entre los labios. Me embelesaba ver sus brazos negros fuertes, donde
los bíceps mostraban su fortaleza musculosa, mientras exhibía sus órganos
fibrosos, que irritables producían todos los movimientos de su cuerpo. Su
trasudar me acogía toda con un suave y dulce olor que vibraba mis sentimientos
y los confundía todo.
Me cautivaba verlo labrar la tierra, verlo sementar en
ella, arar la yunta de buey…
Mamá era mamá. Pero, papá era más que mi vida misma, mi
primer amor. Y no un amor incestuoso, sino un amor de hija que lo veía tan
cerca del Todopoderoso.
Me encojo los hombros, y vuelvo a sonreír nuevamente. Esta
vez con un poco más de picardía que antes. Ahora recuerdo el día que papá me
llevó montada en un semental exportado que cuidaba, propiedad de una familia
árabe de posición acomodada que vivía en la zona. Él lo llevaba caminando
despacio al trote liviano, mientras yo podía observarlo todo desde esa altura.
Y a mis curiosidades, iba inventando respuestas, porque con mi padre pude
aprender mucho sobre la vida.
-
Padre, ¿por qué este caballo
es tan diferente a otros?
-
Porque es un palafrén
anglo-árabe.
-
¿Cómo los dueños?
-
Si lo dices así…
-
Padre, estos pelos del
caballo, ¿cómo se llaman?
-
Crines.
-
¿Y las otras partes?
- Paletilla, brazo, pierna, muslo, anca… -Fue indicando Enrique, mientras iba señalando.
- Padre, me pregunto aún por qué es diferente, si es tan buen rocinante como otro. Bello y bueno para cabalgar.
- Atalía, niña de mis ojos; nunca olvides que por el hecho de ser diferentes, todos somos especiales. Nadie es igual, y eso es lo mejor de esta vida. Nos distinguimos en las semejanzas y en las diferencias. El status de la vida se caracteriza de ese modo: en desigual y congénere. Y lo común, es lo que marca la diferencia.
Después de tanto andar y salir del monte, pudimos llegar a
la ciudadela, donde nos encontramos en el camino con tres negros descendientes
de mandinga, que tenían la nariz aplastada y los labios gruesos y abultados. Al
verlos, pude comprender entonces las palabras de mi padre, pues estos eran
homogéneos en la pobreza y diversos en edad.
- ¿Y ese caballo, Enrique? –preguntó Jacinto, el mayor de los negros presentes.
- De los árabes, Jacinto. Me lo han prestado pa´ pastorear el ganado…¡Andrés! ¡Andrés! –llama luego en voz alta.
Al responder al llamado, sale de adentro Andrés, un joven
de unos 14 años.
-
¿Me llamaba usted, padre?
–pregunta el joven Andrés.
-
Así es –responde Enrique-.
Llévate este potro a pacer.
- Y mejor llévelo pronto, jovencito –sugiere Julián, otro de los negros amigos de su padre-. Se nota que esa bestia tiene hambre.
- Enseguida –obedece Andrés, llevándose al caballo consigo, después de que Enrique había bajado a Atalía.
-
¡Enrique! –ocupa la atención
Juan-. ¿No vamos a cantar hoy?
- Celayo le dijo a Juan que podemos ir hoy a tocar al Life Cafetin. Le cuenta Julián.
- ¿Pa´ qué nos lleven pa´ la cafúa otra vez? –desconfía Enrique.
- ¡La otra vez fue una equivocación, hombre! –deja claro Jacinto-. Ande, compadre Enrique, que sin usted no podemos ser el cuarteto Caja baja.
-
¡Cómo tú enseguida te
cogorzas, Jacinto! –dice Enrique.
- Enrique –interviene Julián-, toítos nosotros nos embriagamos, no solo Jacinto. Anda, compadre; vamos a tocar esta noche al Life Cafetin.
- Ve, padre –le solicita Atalía-. Me complace oírte cantar. Así yo puedo ir contigo.
- ¡Ah! –exclama Juan-. ¡A que tendrás que hacerlo por la niña de tus ojitos!
Solo bastó que ella lo pidiera. Enrique no podía negarse
ante una petición de su hija dilecta, por lo que terminaría accediendo a la
invitación hecha por sus amigos hermanos para ir a tocar a un lugar de poca
apariencia que visitaban los pobres, de los que la gran mayoría solo asistían
para emborracharse, pues ni café había para servir en ese lugar.
Pero, antes fue necesario enfrentarse a una persona que resultaba
ser en la familia lo que la guardia rural era para el pueblo. La noche pronto
había caído, y las estrellas parecían coronitas luminosas que se apresuraban en
vestir al espeso monte. Allí, los grillos cantaban en armonía con una melodía
singular, rivalizados por otros insectos y algunas pocas aves que pretendían
darle un son de vida al lugar.
Por lo general, la noche en el campo resulta muy tranquila.
Son tantas las historias que al compás de la nocturnidad campestre se han
tejido en el imaginario popular, que los más jóvenes, casi siempre los más
traviesos, prefieren permanecer en casa para no ser víctimas de “encapuchados”,
“chupa cabras”, “güijes” o “chichirikús”.
Claro, siempre había quien salía y hacía de las suyas, pero
siempre con cautela y preocupación.
Mi abuela decía que el monte en las noches cobraba vida.
Bueno, durante el día también estaba vivo, pero era en las noches cuando más se
hacía notable. Y en luna llena, ¡ni hablar! En los intercambios escasos que
tuvo con algunos practicantes de religiones cubanas de origen africano, pudo
conocer que en el monte vivían los espíritus de los antepasados, y las
deidades, que, junto con el resto de los animales y la vegetación en general,
le daban esa vida que ya antes había dicho.
Tal vez por eso siempre lo respeté tanto. Si bien me
agradaba el contacto directo con la naturaleza en las mañanas, revolcarme en
los herbazales como si fuera una ninfa, acariciar al rocío que noviaba con las
verdes hojas, y ver el amanecer; en las noches no había quien me sacara sola al
monte. Claro, cuando era para ir con mi padre, nunca había objeción. Al menos
no de mi parte.
Sin embargo, cuando de mamá se trataba, las cosas
cambiaban. Para ella era peor que un suplicio ver a mi padre salir con sus
compadres en las noches. En esa ocasión, los hermanos Juan, Jacinto y Julián
Cáceres habían osado ir a la casa para esperar a mi padre. Lo que para ellos no
fue una sorpresa presenciar, como de costumbre, a mis padres discutir desde
adentro.
De inglés, no entendían nada, pero bastaba escuchar los
soberbios timbres de voz y las gesticulaciones sobresaltadas, como para
percibir los ánimos exacerbados de Charlotte y Enrique.
-
You go to night, true? –preguntó
energúmena.
-
Yes, Charlotte.
-
Don´t go, Henri!
-
Why?
- Because I´m along in this house with eight children. It is very late.
-
Atalia comes with me.
-
No! She not goes.
-
Won´t understand us so,
Charlotte. She should be ok with me.
-
Oh, yes? How long have
do I know you? Very long, Henri!
- Charlotte, Atalia comes with me tonight, for God! Can you hear me?
-
Fine! Get moving! Get
moving, Henri!
Esas discusiones sin fin eran solo entre ellos. Nadie se
ocurría a intervenir ni a dar ninguna opinión al respecto. Incluso los pocos
que sabíamos inglés de la familia imitábamos a los compadres, para no entender
nada. Para los curiosos, no había nada mejor que ocuparse en otras cosas.
Así sucedía con mis hermanos Lola y Nenito, quienes estaban
sentados con los compadres cuando nuestros padres proseguían desde la
habitación contigua aquel debate acalorado.
- Tío Jacinto –preguntó Lola-, ¿por qué tú y el tío Julián no tienen mujer como el tío Juan?
Para quien la escuchara, aquella pregunta podía ser tomada
como algo muy indiscreto para una niña como Lola. Algo así era objeto de
castigo o sanción por los mayores, que no andaban con mucho jueguitos ni
bromitas con los menores. Pero, si eras testigo de las discusiones entre
nuestros progenitores, se podía excusar la inquietud.
No obstante, aquellos compadres eran tan taimados después
de todo, que se inventaban cada historia, tan creíble para cualquier niño de
esa etapa, como aquella que logró hilvanar enseguida que consiguió responder:
- Bueno… Porque yo tuve una mujer en África. Muy linda, de ojos saltones como los tuyos, y muy traviesa así también. Pero, un cocodrilo en el río Oyá se la comió de un tirón. Era un caimán enorme, con colmillos afilaos para tragarte de un janazo. Y a la mujer de Julián se la ingirió una flor gigantesca en Mandinga.
Aquellas fabulaciones tenían efecto a erizarle la piel a
uno. ¡Hasta a mí se me ponía la piel de gallina, y ya sabía que todo no era más
que una farsa! Pero el efecto era logrado en el tono siniestro con el que se
contaba. Uno se imaginaba aquel cocodrilo de colmillos afilaos nadando de una
lado a otro en el río Oyá, como si fuese el señor de aquella zona; y la flor
gigantesca de colores variados y hojas verdes abierta como una campana, y al
cerrarse con igual forma… uno le hallaba realidad a aquellas historias.
Por eso era que los niños se asustaban, y hasta se tapaban
los ojos temerosos para no querer ver lo que en la imaginación se dibujaba. Así
desviaban los mayores la curiosidad de los pequeños, quienes no se atrevían a
preguntar nada más. Ahora hasta me río, porque era realmente gracioso.
Al menos eso. Porque, por otro lado, mientras mis padres
discutían yo había estado parada cerca del tío Juan, pero atenta a lo que ellos
disputaban. Quizás eso contribuyó a que los roles se intercambiaran un poco.
Pues al no comprender el idioma, el compadre fue el que sintió curiosidad por
saber qué peleaba tanto aquel matrimonio.
- Atalía –llama Juan su atención casi en un susurro, procurando no ser visto-, ¿qué es lo que discuten tus padres?
- Mi madre está muy furiosa porque mi padre quiere salir. No quiere que él vaya con ustedes y conmigo al Life Cafetín. Dice que de nada ustedes se emborrachan y se olvidan de que han salido con una niña a cuesta.
El compadre Juan no tuvo tiempo para responder. Apenas
había quedado con la boca entreabierta, cuando furioso salió desde adentro
Enrique halando a Atalía por un brazo para sacarla de la casa. Todo quedó
entonces en silencio. Como quien se da pronto a la fuga, los tres compadres
procuraron marcharse callados y sin mirar a Charlotte. Y ella molesta le había
caído atrás al marido llamándolo por su nombre. Pero, él siguió su camino sin
voltearse llevando de la mano a su hija, y tras él continuaron sus amigos. Solo
se escuchó en aquella ocasión a Charlotte llamando soberbia al marido, y el
llanto alterado de la pequeña Alicia.
Eso, hasta que en la profusa oscuridad de la noche los
aventureros de Caja baja, como
también solían conocerse, se perdieron ante los ojos sobresaltados de la
matrona. Con orgullo y altivez, Charlotte despreció la ignorancia del marido al
guardar silencio, intentó desplazar la ira para calmar a su párvula Alicia. Se
mordió los labios, la mimó un poco, y cuando volvió a recordar el suceso se le
escuchó pronunciar entre susurros: “You´ll
be sorry, Henri Calderon”. Después, no expresó nada más, segura de que sus
palabras se volverían realidad.
Novela inédita escrita por: Geobanys Valle Rojas