jueves, 30 de marzo de 2023

Novia del Bolero

 

Capítulo 1

 


        Yo había tenido un sueño. No fue con aviones, tampoco con caballeros con sombreros que venían de la guerra. Pero fue mi sueño. Ahora siento cómo mis manos –ya arrugadas con el paso del tiempo- ponen el tocadiscos. Un ruido sonoro delata la intención. Y luego, mis oídos se deleitan al escuchar otra vez más a Edith Piaf cantar La vie en rose, tan fresca, tan original, como la primera vez en que fue cantada. Me parece estar sentada allí, en un palco en el Olimpo, viéndola actuar, toda vestida de negro, toda sentimiento, toda euforia. Porque la Môme Piaf sí que era todo temperamento. Y mientras tanto enciendo mi buen habano, pues prefiero sentarme en mi sillón de siempre.

Ahora mis manos solo saben tejer. Hasta parece algo gracioso. Ya he olvidado algunas palabras. Mi memoria no es la de ayer. Me siento desgastada, como de otro mundo, así como tal vez se sintiera mi querida Edith. Prefiero tararear sus canciones –nunca más he vuelto a cantar. Solo me quedan mis canarios, quienes con su música me recuerdan que alguna vez tuvo sentido mi vida.

El tiempo no ha sido justo. La gente me olvidó muy pronto. Ya ningún diario ha vuelto a mencionarme. Por eso ni veo las noticias actuales. Bueno, solo aquellas que resultan interesante. Me han dicho que hasta Omara se ha ganado un Grammy, y eso me hace pensar que alguna vez pude haberlo ganado yo también. Pero, ni una Gaviota de Plata. Es que en mi tiempo, los premios eran otros, y mi mayor reconocimiento me llegó del público.

En las tardes grises, solamente Celia sabe ponerle “azúcar” a mis días. Mientras mis gatos llenan el vacío que queda. Esta casa es muy grande para mí. La suerte son mis plantas, y las cuido como a los hijos que faltaron, porque junto a mis gatos son ahora mi única compañía. Yo lamenté mucho la muerte de Celia. Su voz se apagó muy pronto. No tuve tiempo para conocerla, pero siempre me atrajo su música por su estilo original. Y su muerte me ha hecho pensar en mi muerte.

No sé qué día ha marcado el Todopoderoso para que la Parca venga a buscarme. Pero, siento que mis días están marcados. He vivido bastante, no me puedo quejar…  a no ser cuando recuerdo todo lo que un día tuve. Pero la suerte y la fama me duraron muy poco. Hoy, ya nadie se acuerda de mí.

Hasta hace unos meses, que me visitó un estudiante de periodismo. Dice que haciendo un estudio investigativo encontró mi nombre en un recorte de un diario que con celo guardaba alguien de mi época dentro de su archivo personal. Como nunca antes lo había escuchado, la curiosidad enseguida ganó terreno en él. Aún no me ha querido decir cómo, pero, finalmente pudo llegar a mí; y con su llegada parece que todo ha vuelto a empezar de nuevo.

Bueno, la historia ahora es muy diferente. Pero, no ha dejado de ser mi historia. Y La vie en rose me devuelve al pasado que me permite recordarla…

Todo comenzó hace muchos años, para ser más preciso, a inicios del siglo pasado; en una zona de la que ya nadie habla, porque ha quedado condenada al olvido, al igual que yo. E incluso, se trata de una colonia norteamericana que ni yo misma recuerdo. Sé que quedaba en Camagüey, hacia el oriente cubano. Gloria City era su nombre, y fue fundada, evidentemente, por los norteamericanos que llegaron –si no me equivoco- cuando la intervención yanqui en la guerra de Cuba contra el yugo español.

Me contaban mis padres que el primer asentamiento colono en la Gloria City ocurrió en 1898. Era un lugar maravilloso, en medio del trópico, con suave clima y un sol siempre brillante. Un pueblo al parecer importante, con muchos edificios y calles, y hasta tranvías y restaurantes y teatros…

En 1900 llegó a la Gloria City mi abuela paterna, Basilia Pétion, una haitiana traída a esta isla por sus dueños norteamericanos. Aquí conformó una familia, aunque muy pocos hijos sobrevivieron, pues la gran mayoría y hasta el hombre que la tomó como mujer murieron muy pronto.

Por eso es que mi abuela paterna vivía pendiente de los embarazo de mi madre, a quien llegó a proferir una estima singular que la hizo ver como si fuera su hija biológica.

Decían ellas que el día aquel en que vine a este mundo, corrió el viento a susurrarle a los árboles sobre el nacimiento de una nueva estrella en el cielo que alumbraría con pasión la tierra. Esa tarde llovió mucho. Me contaba mi madre que se trató de una gran tormenta la que pasó la noche aquella en que esa estrellita tuvo vida en la ciudadela donde se hospedaban con la muchedumbre paria.

Mientras dormía extendida cuan larga era con su vientre enorme, acostada sobre sacos de yute en el suelo, se le presentó en sueños una divinidad que se ocupaba del mar en los pueblos sumerios llamada Sirara. Negra salida entre las aguas claras del mar, para dar calma tras el paso de la feroz tormenta.

Mi madre en vida exudaba como si el negro barro se derritiera frente al fuego, y en el profundo sueño la deidad Sirara le atormentaba como una dulce pesadilla acompañada por el espíritu de su madre, Ataly Peabody. Hasta que con el estrépito trueno furioso, ella despertó agitada exclamando un grito de dolor que anunció el alumbramiento.

Rápidamente mi padre buscó a la comadrona que vivía en el cuarto de al lado. Con su ayuda, en una noche de lluvia, rayos y truenos, verdaderamente turbulenta, nací yo.

Mi padre se llamaba Henri Enrique Calderón Pétion, y era hijo de un santiaguero con una haitiana, nacido –creo- en medio de maizales. Mi madre se llamaba Charlotte Meredith Peabody, y según tengo entendido había emigrado con solo 19 años desde Jamaica para este país que fue testigo de su último aliento.

Por cuestiones del destino, quiso el Todopoderoso que yo naciera en medio de una furibunda sinfonía, pues tras oírse un estruendo de un cañonazo atmosférico, se escuchó el plañido renacido de una criatura que ya ansiaba venir a este mundo desde el día en que se engendró.

Con pocas fuerzas y derrengada, Charlotte logró decir unas leves palabras ante la presencia de su marido, Enrique; aquella noche lluviosa de 1921:

-      Atalía Sinara…

Después no pudo decir más nada. Pero fue suficiente para comprender lo que quiso decir en medio de tantas emociones encontradas.

Algo desasosegado y efervescente, Enrique tomó a la pequeña entre sus negras y toscas manos. Él, que no dejaba de reír ante el suceso, solo pudo repetir a tono de confirmación el nombre que su mujer había dicho anteriormente.

Y así fue como nació esa niña a la que conocieron sus padres desde su llegada a este mundo como Atalía Sinara Calderón Peabody, la hija de un camagüeyano y de una jamaiquina, nacida en un pueblo del que ya nadie se acuerda.



Novela inédita escrita por: Geobanys Valle Rojas

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