Capítulo 1
Yo había tenido un sueño. No fue con
aviones, tampoco con caballeros con sombreros que venían de la guerra. Pero fue
mi sueño. Ahora siento cómo mis manos –ya arrugadas con el paso del tiempo-
ponen el tocadiscos. Un ruido sonoro delata la intención. Y luego, mis oídos se
deleitan al escuchar otra vez más a Edith Piaf cantar La vie en rose, tan fresca, tan original, como la primera vez en
que fue cantada. Me parece estar sentada allí, en un palco en el Olimpo, viéndola actuar, toda vestida de
negro, toda sentimiento, toda euforia. Porque la Môme Piaf sí que era todo
temperamento. Y mientras tanto enciendo mi buen habano, pues prefiero sentarme
en mi sillón de siempre.
Ahora mis manos solo saben tejer. Hasta parece algo
gracioso. Ya he olvidado algunas palabras. Mi memoria no es la de ayer. Me
siento desgastada, como de otro mundo, así como tal vez se sintiera mi querida
Edith. Prefiero tararear sus canciones –nunca más he vuelto a cantar. Solo me
quedan mis canarios, quienes con su música me recuerdan que alguna vez tuvo
sentido mi vida.
El tiempo no ha sido justo. La gente me olvidó muy pronto.
Ya ningún diario ha vuelto a mencionarme. Por eso ni veo las noticias actuales.
Bueno, solo aquellas que resultan interesante. Me han dicho que hasta Omara se
ha ganado un Grammy, y eso me hace pensar que alguna vez pude haberlo ganado yo
también. Pero, ni una Gaviota de Plata. Es que en mi tiempo, los premios eran
otros, y mi mayor reconocimiento me llegó del público.
En las tardes grises, solamente Celia sabe ponerle “azúcar”
a mis días. Mientras mis gatos llenan el vacío que queda. Esta casa es muy
grande para mí. La suerte son mis plantas, y las cuido como a los hijos que
faltaron, porque junto a mis gatos son ahora mi única compañía. Yo lamenté
mucho la muerte de Celia. Su voz se apagó muy pronto. No tuve tiempo para
conocerla, pero siempre me atrajo su música por su estilo original. Y su muerte
me ha hecho pensar en mi muerte.
No sé qué día ha marcado el Todopoderoso para que la Parca
venga a buscarme. Pero, siento que mis días están marcados. He vivido bastante,
no me puedo quejar… a no ser cuando
recuerdo todo lo que un día tuve. Pero la suerte y la fama me duraron muy poco.
Hoy, ya nadie se acuerda de mí.
Hasta hace unos meses, que me visitó un estudiante de
periodismo. Dice que haciendo un estudio investigativo encontró mi nombre en un
recorte de un diario que con celo guardaba alguien de mi época dentro de su
archivo personal. Como nunca antes lo había escuchado, la curiosidad enseguida
ganó terreno en él. Aún no me ha querido decir cómo, pero, finalmente pudo
llegar a mí; y con su llegada parece que todo ha vuelto a empezar de nuevo.
Bueno, la historia ahora es muy diferente. Pero, no ha
dejado de ser mi historia. Y La vie en
rose me devuelve al pasado que me permite recordarla…
Todo comenzó hace muchos años, para ser más preciso, a
inicios del siglo pasado; en una zona de la que ya nadie habla, porque ha
quedado condenada al olvido, al igual que yo. E incluso, se trata de una
colonia norteamericana que ni yo misma recuerdo. Sé que quedaba en Camagüey,
hacia el oriente cubano. Gloria City era su nombre, y fue fundada,
evidentemente, por los norteamericanos que llegaron –si no me equivoco- cuando
la intervención yanqui en la guerra de Cuba contra el yugo español.
Me contaban mis padres que el primer asentamiento colono en
la Gloria City ocurrió en 1898. Era un lugar maravilloso, en medio del trópico,
con suave clima y un sol siempre brillante. Un pueblo al parecer importante,
con muchos edificios y calles, y hasta tranvías y restaurantes y teatros…
En 1900 llegó a la Gloria City mi abuela paterna, Basilia
Pétion, una haitiana traída a esta isla por sus dueños norteamericanos. Aquí
conformó una familia, aunque muy pocos hijos sobrevivieron, pues la gran
mayoría y hasta el hombre que la tomó como mujer murieron muy pronto.
Por eso es que mi abuela paterna vivía pendiente de los
embarazo de mi madre, a quien llegó a proferir una estima singular que la hizo
ver como si fuera su hija biológica.
Decían ellas que el día aquel en que vine a este mundo, corrió
el viento a susurrarle a los árboles sobre el nacimiento de una nueva estrella
en el cielo que alumbraría con pasión la tierra. Esa tarde llovió mucho. Me
contaba mi madre que se trató de una gran tormenta la que pasó la noche aquella
en que esa estrellita tuvo vida en la ciudadela donde se hospedaban con la
muchedumbre paria.
Mientras dormía extendida cuan larga era con su vientre
enorme, acostada sobre sacos de yute en el suelo, se le presentó en sueños una
divinidad que se ocupaba del mar en los pueblos sumerios llamada Sirara. Negra
salida entre las aguas claras del mar, para dar calma tras el paso de la feroz
tormenta.
Mi madre en vida exudaba como si el negro barro se
derritiera frente al fuego, y en el profundo sueño la deidad Sirara le atormentaba
como una dulce pesadilla acompañada por el espíritu de su madre, Ataly Peabody.
Hasta que con el estrépito trueno furioso, ella despertó agitada exclamando un
grito de dolor que anunció el alumbramiento.
Rápidamente mi padre buscó a la comadrona que vivía en el
cuarto de al lado. Con su ayuda, en una noche de lluvia, rayos y truenos,
verdaderamente turbulenta, nací yo.
Mi padre se llamaba Henri Enrique Calderón Pétion, y era
hijo de un santiaguero con una haitiana, nacido –creo- en medio de maizales. Mi
madre se llamaba Charlotte Meredith Peabody, y según tengo entendido había
emigrado con solo 19 años desde Jamaica para este país que fue testigo de su
último aliento.
Por cuestiones del destino, quiso el Todopoderoso que yo
naciera en medio de una furibunda sinfonía, pues tras oírse un estruendo de un
cañonazo atmosférico, se escuchó el plañido renacido de una criatura que ya
ansiaba venir a este mundo desde el día en que se engendró.
Con pocas fuerzas y derrengada, Charlotte logró decir unas
leves palabras ante la presencia de su marido, Enrique; aquella noche lluviosa
de 1921:
-
Atalía Sinara…
Después no pudo decir más nada. Pero fue suficiente para
comprender lo que quiso decir en medio de tantas emociones encontradas.
Algo desasosegado y efervescente, Enrique tomó a la pequeña
entre sus negras y toscas manos. Él, que no dejaba de reír ante el suceso, solo
pudo repetir a tono de confirmación el nombre que su mujer había dicho
anteriormente.
Y así fue como nació esa niña a la que conocieron sus padres
desde su llegada a este mundo como Atalía Sinara Calderón Peabody, la hija de
un camagüeyano y de una jamaiquina, nacida en un pueblo del que ya nadie se
acuerda.
Novela inédita escrita por: Geobanys Valle Rojas